Trujillo no me mató porque no pudo”. A sus 87 años María Mercedes Rodríguez (doña Pucha) guarda en su memoria dramáticas historias de sangre, terror, duelo y exilio, a las que pudo sobrevivir pese al acoso de un tirano que ordenó que quemaran su casa con ella adentro.
No era para menos, como hija del legendario patriarca Juancito Rodríguez, el más notorio enemigo de Rafael Leonidas Trujillo Molina, heredó desde pequeña el trágico destino que marcó la vida de toda su familia.
Esta mujer tuvo que enfrentar sola a la dictadura de Trujillo luego de que su padre salió del país en 1946 asqueado por los abusos que el gobernante perpetró contra su extenso patrimonio agrícola y ganadero, y tomó la decisión de combatirlo, lucha en la cual perdió hasta el último centavo de su fortuna.
Tenía 23 años, era una señorita con toda la gracia de su época, pero como su infancia había estado sellada por los sufrimientos de su padre, las lágrimas y oraciones de su madre María Vásquez López para que no le pasara nada a su esposo, y los saqueos del servicio militar de Trujillo, ya poco le importaba dar su vida si fuera necesario para continuar la lucha contra esa zozobra.
Prisionera en la casa de su tío Doroteo Rodríguez, en el municipio de Moca, donde permaneció durante más de dos años con este pariente, su ama de llaves y la cocinera María, allí vivió la peor pesadilla, según contó al director de LISTÍN DIARIO, a quien escribe esta historia, y al fotógrafo, que dejó de hacer algunas tomas para estar atento al relato que le parecía tan desgarrador.
La hija de Juancito Rodríguez estuvo en esa prisión domiciliaria, incomunicada, sufriendo la angustia de no saber qué había pasado con su padre, la pena que le causó la muerte de su tío Julio Rodríguez en la cárcel de la Fortaleza Ozama a la edad de 70 años, y la humillación del acoso de uno de los militares que la custodiaba.
Insistencia del guardia
El joven “pretendiente”, Alejo Brache, aunque era muy apuesto, como generalmente escogía Trujillo a su gente, fue repudiado por ella cuando él se le declaró enamorado y le propuso matrimonio, algo que ella entendió que se trataba de una jugada malvada del régimen.
Para doña Pucha no existía el amor en aquel entonces, y mucho menos de un guardia que a todas luces se veía apenado por tener que pedirle que se casara con él en aquellas circunstancias e insistir tanto en el matrimonio porque si no lo lograba corría el riesgo de perder su trabajo o de que lo fusilen por no haber podido conquistar a una joven de la alta sociedad.
Antes de que Alejo se le declarara, la cocinera le había contado que el joven estaba preocupado por la misión de tener que vigilar a una mujer en una casa, como si fuera una criminal –lo que para él era espantoso– y además de esto, tener que convencerla de que se casara y de que se doblegara ante el régimen.
Doña Pucha cuenta que el muchacho era de buena familia, nieto de Susana Brache, una mujer muy respetada en Salcedo, pero que a ella no le interesaba y le dijo decenas de veces que no, hasta que un día él le advirtió que la podían obligar y la respuesta fue la siguiente: “Cómo me van obligar si los muertos no pueden fi rmar y para obli- garme tienen que matarme”.
Pero es que no era tarea fácil convencerla. María Mercedes no era una niña mimada ni una joven que lo único que aspiraba era a casarse y tener una familia feliz. Esta muchacha se había puesto “los pantalones de su papá”, en sentido fi gurativo, y había decidido echar el pulso con Trujillo. Sus rebeldías y desobediencias al régimen le ocasionaron muchos dolores de cabeza al presidente déspota y, según dice, éste no la mató porque las organizaciones del exilio dominicano y las radioemisoras extranjeras continuamente preguntaban, ¿dónde está la hija de Juancito Rodríguez? ¿a dónde la han mandado?
Prisionera en su casa
Esta mujer estaba silente, delgada como nunca, porque apenas comía para sostenerse en pie en aquella casa donde guardaba latente el dolor de haber visto a su familia destruida: su papá huyendo del país, su madre muerta y sus hermanos en distintos lugares porque no podían estar unidos con la incertidumbre de la persecución.
En 1947 solo ella estaba para representar a la familia.
Su hermano mayor, José Horacio, había viajado a Puerto Rico para juntarse con su padre; Juan Porfi rio, su otro hermano, estaba estudiando agronomía en México, y Elvira, su hermana, estaba en Moca escondiéndose porque a su marido ya lo habían cogido preso y temía que a ella también se la llevaran.
En esos meses de encierro, a María Mercedes tampoco podía quitársele de la mente su tío Julio Rodríguez, porque estuvo con él cuando lo llevaron al destacamento a declarar, enfermo de una aneurisma, y cuando se lo llevaron a la cárcel de la Fortaleza Ozama.
Ella no sabía cómo era eso, pero Asela Morel, otra de las heroínas de la dictadura, presa política, le contó sobre los golpes que le habían propinado a su tío y sólo atinó a decir: “ya no me digas más”.
También le provocó una gran depresión la muerte de su tío Doroteo, mientras estaban en el encierro. La ama de llaves lo envenenó alegadamente como estrategia para poder salir de allí.
Pero en en vez de llorar tomó más fuerzas para enfrentar a Trujillo y “escupir” a los guardias con palabras de repudio, como estas: “¡Salvajes!”, “Él será su jefe, no el mío”, “Dígale que con el único que yo me casaría sería con él, que venga aquí a pedírmelo”, “Dígale a su jefe que no sabía que yo era tan grande y que él y yo no cabíamos en la ciudad”.
“¡Aquí me llevan, si me pierdo, ya saben!”, también dijo. Con esta expresión, doña Pucha quiso advertir a sus vecinos que estaba siendo conducida por los agentes de la dictadura a su confi namiento en Moca.
En ese tiempo vivía en una casa en la calle Padre Billini de la Zona Colonial de Santo Domingo, donde su hermano José Horacio la había dejado junto a la esposa de él, Genoveva; la madre de ésta, su suegra Guillermina y Rosa, la segunda esposa de su padre, al partir a Puerto Rico.
TESTIMONIO DE SU PESAR
“Cuando voy a montar a tío Julio en el carro para viajar a Puerto Rico a exiliarse junto con papá, viene el policía Minito Arredondo y se mete al vehículo.
Ya no me podía salir y entonces entramos en pleito y le dije las barbaridades que pude. Le dije: usted es un abusador, usted no se dio cuenta de que perdió su condición de hombre al abusar de una señorita y de un anciano, y cuando contesta: mire señorita, yo estoy cumpliendo con mi deber, le respondo: ¡Mire, usted lo que está es cometiendo un atropello, usted es cualquier cosa y si Trujillo tuviera cuatro vagabundos como usted él no saliera.
Le dije horrores y el hombre se mantuvo callado y el pobre chofer no encontraba qué hacer. Cuando llegamos a la Policía me dijo: el oficial del día la quiere ver y le contesté que yo no tengo cita con ningún oficial y me advirtió que yo era la responsable de lo que le pudiera pasar a mi tío.
No le hice caso cuando llegamos y le dije a mi tío: yo no me bajo, nosotros nos quedamos aquí y que hagan ellos lo que quieran y él me dijo, bueno Puchita, bajemos. Cuando entramos y yo vi aquella fila de policías frente a la Virgen de la Altagracia, le estrellé la puertecita como de vaqueros y le dije: dominicanos, yo quisiera ser china y no ser compatriota como tantos vagabundos”.
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