lunes, 29 de noviembre de 2010

Corren entre filosas piedras para que les den cinco pesos .

Ramón Urbáez
Guayajayuco, Elías Piña

Aparecen de repente en el borde de la carretera y mueven sus manos como los abanicos de las señoras del Teatro Nacional. Si el vehículo no se detiene lo persiguen como locos, extendiendo sus manos como desesperados, y saltando con los pies descalzos sobre las rocas, las piedras filosas, los abrojos y las espinas que bordean el camino. Cualquier otra persona se cortaría sus extremidades inferiores con las lajas rocosas que caen de los cerros.

Son los niños haitianos de la frontera, que conviven en chozas de lodo, sin zapatos, ropas y ni siquiera tienen nombre. No han visto jamás un juguete, ni saben que existen médicos, ni la luz eléctrica, ni los grifos de las bañeras, ni nada de baños saunas, turcos o simplemente echarse agua para frotarse jabón.

No conocen que existen casas con pisos de cemento, ni que la gente en otros lugares duerme en cama.

Algunos nunca se han pasado un peine por la cabeza, ni jamás se han limpiado los dientes con un cepillo y una pasta dental, y sus dentaduras las carcomen las caries desde los primeros años.

Los niños haitianos de la frontera andan en grupo, pasan el día bajo el sol y la brisa inclemente que los llena de polvo, observando a lo lejos y esperando que pase alguna “máquina”. Entonces todos aparecen de repente, nadie puede imaginarse que en tan sólo un minuto aparezcan tantos, saliendo de los matorrales, de las laderas, los cerros marrones y de las chozas de lodo que se observan a lo lejos.

Ninguno de ellos jamás ha ido a una escuela, no saben que existen maestros que les enseñan, y peor aún Antonine, una pequeñita de ojos tristes y a quien le corre el sudor que parece agua sucia, nunca ha visto un lápiz o una libreta, ni sabe que los niños van a clases.

Atentos
Los niños, hijos de haitianos que labran las lomas y sacan el sustento de las tierras áridas del otro lado de la franja más castigada de la frontera, caminan hasta diez kilómetros, muchos con apenas dos y tres años, para acercarse a la carretera internacional y esperar todo el día hasta que pase un auto. Con sus ojos tristes, con la tierra y el barro encostrados en sus cuerpos, vestidos de harapos, los más grandecitos corren hasta medio kilómetro detrás del vehículo que no quiere pararse, y cuando se detiene aparecen otros, como de la nada, extendiendo las manos, moviéndolas como autómatas, para que les den algo.

Su cada día es esa angustiante agonía, acostumbrados a comer bolitas de tierra y de harina de trigo casi todo el tiempo. Las familias duermen todos juntos en el piso de tierra de las chozas, sin mantas, ni nada que los cubra, se bañan en charcos cuando desde muy lejos algún adulto trae agua.

En la zona de Santa María y Guajayayuco, cerca de la división provincial de Elías Piña y Dajabón, se encuentran los niños haitianos de la frontera, como el contraste más bajo de la raza humana, ven como a dioses a los hombres que viajan en helicóptero o en yipeta, así como a los intermediarios que manejan camiones de madera o motocicletas, dijo Manuel Manzueta, labriego dominicano de la frontera.

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EL IMPLACABLE SOL EN CAMINOS DESOLADOS

La mayoría de los niños haitianos de la frontera no han salido nunca de su entorno, no conocen otro paísaje, ni otra vida que la sequedad y el calor de los campos deforestados, nadie les ha hablado del amor.

Pasan el día entre las piedras y el sol implacable de los caminos desolados, buscando que comer mientras sus padres pasan semanas en las empinadas pendientes y lejanas lomas sembrando y buscando víveres silvestres.

Algunos salen de allí después de grandes, pero siempre los varones cuando los enrola alguien en trabajos de esclavos y tienen más suerte se independizan y llegan a las ciudades. Las mujeres nunca salen, las violan muy niñas y se llenan de hijos, muchas veces sin padres, que siguen poblando los caminos y las laderas de esos montes haitianos, que a pesar de los tiempos y la era global, no penetra allí la civilización.

Nadie sabe si ellos mismos se resisten a buscar otra vida, nadie sabe si una fuerza superior los mantiene en ese estado para que la humanidad recuerde la esclavitud, y sienta la venganza de esta raza que fue arrancada de sus tierras africanas para hacerlos esclavos y para que tengan amos, y decidieran su vida y también su muerte.

Los niños de la haitianos de la frontera sólo tienen una diferencia: que no está el amo con el látigo, pero viven en las mismas condiciones de bestia de sus ancestros.

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