Es más, sonreímos aunque no nos lo pidan pues queremos que se capte en su totalidad el momento de felicidad que se supone estamos viviendo.
Por ello resulta muy chocante esas fotos antiguas, pero antiguas, en la que la gente posaba sola o en familia con cara de palo. Sin sonreír en lo más mínimo, sin un atisbo de sonrisa en sus labios, nada de nada.
¿Qué pasa? ¿Eran todos tan severos y sosos? ¿No se divertían nunca?
No es eso. En aquellas fotos tomadas en el siglo XIX y principios del XX la gente no sonreía con motivo.
Primero por un motivo técnico. Los largos tiempos de exposición necesarios en aquella incipiente técnica fotográfica, hacían muy difícil mantener una postura forzada el tiempo necesario. Mantener los músculos tensados en una sonrisa tanto tiempo era harto doloroso. Y no solo eso, el no mantener una postura inmóvil podía provocar que la instantánea (es un decir para esos tiempos) saliera movida o borrosa.
También estaba la influencia de la pintura, del retrato de un pintor. Hasta la aparición de la fotografía, tener un retrato de uno mismo que pudiera dejar una imagen fija para la posteridad, solo estaba al alcance de personas pudientes. La fotografía era más barata y más rápida, y algunas personas que no podían hacerse un retrato sí que podían pagarse una fotografía.
Pero se lo tomaban con la misma dignidad y severidad, posaban para la foto igual que lo harían para un retrato. No buscaban capturar el momento como hacemos ahora, sino una imagen atemporal de sí mismos cargada de dignidad. Una imagen solemne.
Ese era un momento muy significativo en sus vidas, quizá la única oportunidad que tuviesen de hacerse una foto y no iban a dejar una imagen suya para la posteridad con una sonrisa floja que pudiese malinterpretarse. No querían que se les tomase por despreocupados, bobalicones, insustanciales, frívolos o cualquier cosa por el estilo. Querían transmitir entereza, integridad y solemnidad. La misma que emanaba de los retratos pintados.
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