Pero, ¿a qué se debe esta modorra? ¿a qué se debe este letargo que nos invita a la siesta?
Pues hay un factor evolutivo. Cuando nuestros primitivos antepasados tenían hambre la respuesta era la contraria: la vigilia. Incuso el insomnio. Y una preeminencia del sistema simpático para mantener el cuerpo presto para la caza y la obtención de alimento. Una respuesta de supervivencia.
Por contra, una vez saciado el apetito, entra en juego el sistema parasimpático y todo se relaja. Y el sueño preserva la energía obtenida de los alimento y da descanso al organismo.
Sencillo, ¿no? Pues en realidad el proceso es algo más complicado. Incluso tiene un nombre complicado: somnolencia postprandial.
Veamos. Después de la ingesta de alimentos, el sistema parasimpático provoca la entrada del organismo en un estado de relajación, dependiendo de la cantidad y de la composición de los alimentos que comamos. Provocando un efecto depresor en los centros de vigilia del cerebro como el hipotálamo, que juega un importante papel en muchas funciones esenciales del cuerpo, como la regulación de la temperatura corporal, la sed y el apetito.
También se segregan hormonas gastrointestinales para llevar a cabo el proceso de la digestión. Y es especialmente importante para el caso que nos ocupa la segregación de insulina provocada por la presencia de glucosa en los alimentos ingeridos. Ya que, a su vez, provoca un aumento del triptófano en sangre, un aminoácido que hace que se libere en el cerebro más serotonina y melatonina, neurotransmisores que dan lugar a la somnolencia.
Además, la glucosa ingerida inhibe la acción de las orexinas, unas hormonas neuropéptidas excitantes relacionadas con el apetito y la actividad física del organismo.
Toda una serie de procesos químicos que nos llevan a sentir sueño. Más sueño cuanto mayor sea la cantidad de carbohidratos, hidratos de carbono, almidones, azúcares o glúcidos (como quieras llamarlos) que ingiramos.
Tanto sueño que algunos se duermen.
Nos dormimos.
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