Salvador Bolívar traga el humo de una larga pipa
de madera. Le cuelgan dos trenzas de los hombros. En el piano hay unos
tótems con las figuras de osos y en la pared se ve una rama de salvia
seca. A su lado hay un pequeño tambor. Acaba de entonar cuatro canciones
en taíno, una lengua caribeña olvidada, para calmar los nervios.
A Bolívar no le gusta hablar de lo que pasó sin invocar
antes los espíritus de sus antepasados para que le den valor. Fue un
encuentro con estos espíritus, según dice, lo que lo impulsó a romper su
silencio.
Lo visitaron hace once años, en un retiro espiritual en las montañas de Colombia.
“Me partieron el corazón”, dijo Bolívar, quien lloró por varios días. “Fue el principio de un proceso de liberación”.
Regresó a Nueva York y, por primera vez, les dijo a su madre y su
padre que el diácono de su escuela católica había abusado sexualmente de
él.
La experiencia en las montañas lo embarcó en una búsqueda espiritual y
cambió su vida. Los espíritus le dijeron, “estás pasando por esto para
tener compasión y empatía hacia los demás, para que puedas ayudar a
otros”, relató Bolívar. Ahora se aferra a esa creencia. Es lo que le
permite sobrellevar los días difíciles.
Bolívar, de 48 años, nació en Nueva York, hijo de inmigrantes de
Costa Rica y la República Dominicana. De adolescente se emborrachaba, se
enojaba, era irresponsable, proclive a estallidos, listo para meterse
en cualquier pelea.
Su vida cambió de veinteañero, cuando nació su primer hijo. Eso lo
estabilizó, según cuenta. Y lo sigue haciendo. Hoy tiene seis hijos, de
tres a 25 años de edad, cuyos rostros rozagantes lo miran desde
fotografías que cuelgan de las paredes.
Bolívar es un cineasta, director y cinematógrafo, que trabaja en un
documental sobre su trauma y su relación con sus antepasados. Da clases
de cine a estudiantes de secundaria. Y desde su trascendental viaje a
Colombia, trata de orientar a quienes quieren darle un sentido a su
vida, llevándolos a ceremonias espirituales en todo el país.
Por el lado de su madre eran cristianos, por el de su padre
católicos, creencias que él asimiló reticentemente. Su conexión más
fuerte con la religión fue a través de una escuela parroquial. Siempre
fue espiritual, nunca religioso.
Ahora se enfoca en rituales: Una colección de costumbres inspiradas
por culturas indígenas de las Américas, que se fortalecen a partir del
mundo espiritual y rinden homenaje a los elementos del nuestro. Tierra,
fuego, agua y viento.
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